Cuando los griegos y romanos se
dirigían a los dioses empleaban un lenguaje retórico, cargado de miedo, respeto
y engolamiento. Los judíos no les iban a la zaga. Fue el cristianismo el que
introdujo esa modalidad de oración en la que uno se dirige a Dios como quien
habla con su propio padre.
La verdad es que la oración nace
como necesidad colectiva, pero la colectividad la pronuncia por medio de un
emisario, el sacerdote, que es el único que tiene jurisprudencia en los asuntos
sagrados. Nace y se mantiene por siglos como pater noster, oración que el sacerdote recita en latín y que el
pueblo llano, a la vuelta de los años, se limita a escuchar sin entender ni una
palabra de lo que está pasando. De ahí la conveniencia de convertir el pater noster en padre nuestro.
El documento más antiguo escrito en castellano
en el que el sintagma “padre nuestro” se une por vez primera para formar un
solo vocablo es en los Diálogos
familiares de la agricultura cristiana, escritos por Juan de Pineda en
1589, donde ya se habla de las “excelencias del padrenuestro”. Sin embargo, no
entra a formar parte del lexicón de un diccionario hasta que en 1705 Francisco
Sobrino lo incluye en su Diccionario
nuevo de las lenguas española y francesa. La Academia lo hace por primera
vez en el RAE de 1884.
El padrenuestro, convertido en rezo inteligible, es ya una oración con
vocación intimista. Admitamos que también los romanos gastaban un lenguaje
cercano e íntimo en las oraciones destinadas a los dioses familiares, pero aquí
estamos hablando de dirigirse al Dios Supremo, al Gran Jefe, el Todopoderoso,
que no se distinguía precisamente por ser un dios campechano. Esa fue una de
las revoluciones que traían los evangelios; en concreto, el de Mateo (Mt
6:9-13) y de Lucas (Lc 11:1-4), los únicos donde se nos revela este nuevo modo
de hablarle a Dios. Desde entonces, esa ha sido la oración preferida por los
occidentales.
Ya hemos señalado su valor como oración
colectiva, si admitimos, claro, que entendemos la colectividad como una masa
inculta, infantil y bárbara a la que hay que mediar en la relación con su
propio padre. Ahora bien, ¿sirve esta oración para ser rezada en la intimidad
por un hombre moderno que quiere rezarla con plena conciencia de lo que está
haciendo? Yo sospecho que no, que la oración, como todos los textos antiguos,
está falta de una rehabilitación a fondo.
Para entender hasta qué punto
falla hay que imaginarse que en verdad estamos manteniendo una conversación,
privada e íntima, con nuestro padre. Un padre del que nos han asegurado,
además, que deja en pañales al mismísimo Superman. Y, como somos modernos, y el
padre está en el cielo y tú a pie de tierra, podemos imaginar que la
conversación es por medio de una llamada de teléfono.
Así pues, tú marcas el número, él
descuelga ¿y tú le dices, hola padre nuestro? ¿Nuestro? No tiene sentido. Estáis
los dos solos. Ni siquiera tendría sentido que le digas padre mío. Suena
retórico, distante y cursi. Y si lo que queremos es establecer, como queda
dicho, un lazo de fraternidad y cercanía, no hemos empezado bien.
La oración continúa con un
desconcertante: que estás en el cielo.
¿En serio? ¿Mi padre me descuelga el teléfono y yo le digo, hola, padre que
estás en Avenida Constitución, s/n, Cortegana, Badajoz? Como poco, suena raro.
A no ser, claro, que tenga Alzheimer y haya que andar recordándole a cada paso
dónde se ubica, como si en vez de un hijo fueras la señora del GPS. Pero no es
el caso.
Santificado sea tu nombre, suena directamente a peloteo. Se lo
ponemos a huevo para que nos diga: a qué viene esa tontería, hijo; claro que
debes santificar mi nombre, pero no me lo digas a mí en voz alta como si nos
estuviera grabando la CIA y limítate a cumplirlo cada vez que tengas ocasión.
Venga a nosotros tu reino, me recuerda a cuando, siendo un tímido
jovenzuelo, pretendía pedirle prestado el coche a mi padre y, sin saber bien
por dónde empezar, me enzarzaba en un preámbulo interminable de frases de
entretenimiento con la que encerarle los oídos. A estas alturas, si en vez de mi
padre celestial, fuera mi padre terrestre y verdadero, ya me habría dicho:
hijo, por todos los santos, ve al grano y dime de una vez para qué me has
llamado, que son las tantas de la noche.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo: vamos a ver, te
han dicho que tu padre es el Todopoderoso, el dueño e inventor del cotarro, ¿y
tú le vienes con esto? ¿es que en verdad hay alguien en la tierra o en el cielo
que se pueda oponer a su voluntad? ¿O es que tratas de decirle que dudas de sus
poderes? Después de escuchar esta frase imagino al padre diciéndome: hijo,
¿estás bien? ¿te estás automedicando?
Danos el pan de cada día, perdona nuestras ofensas como nosotros
perdonamos a nuestros deudores y no nos dejes caer en la tentación. Esto ya
es algo. Al menos estás pidiendo algo concreto. Aunque se contradice con lo
anterior. Si ha de hacerse su voluntad, ¿quién nos dice que su voluntad no sea
que falte o que sobre el pan o que nuestras ofensas queden sin perdón o que, si se le antoja, nos deje caer en el
negro pozo de las tentaciones? Es el boss,
el puto amo, a qué meternos en camisa de once varas. Dejémosle usar su voluntad
como le plazca.
Líbranos del mal. Por fin nos hemos atrevido a pedirle la moto. Esto
sí es meter el dedo en la llaga. Que se nos libre del mal es algo que tiene sentido
pedirle a quien todo lo puede. Con esta sencilla frase le estamos diciendo: si
en verdad eres mi padre y si en verdad eres todopoderoso, no dejes que el mal
se ensañe conmigo. Líbrame de las tentaciones, líbrame del hambre, de la
enfermedad, de la muerte de mis hijos, la miseria, la humillación; en fin, de todas
las cosas que en el mundo parecen haber sido puestas para el humano
sufrimiento.
De modo que, despiojando la
oración de retórica, el padrenuestro
perfecto es el que dice, simple y llanamente: padre, líbrame del mal. Aunque, claro está, para que el mensaje sea
perfecto, falta que al otro lado del teléfono haya un receptor con el oído
atento, el corazón compasivo y la voluntad engrasada.
Casaría de suyo con tu fino sentido de la ironía —responsable, entre otras bondades, de señalar los cristales rotos sobre la pista de baile— esa perla de sabiduría popular que lanza a los cuatro vientos su plegaria escarmentada: «Del agua mansa líbreme Dios, que de la brava me libraré yo». Completaría el ajuar de tu teoanálisis, espejo de mano para despejo humano, la oportuna relectura de la estampa histórica que titulaste Juicio a Dios (enero de 2015) y en la que arrojas un rayo de luz sobre la peculiar desmesura que supuso el fusilamiento del Padre avalado por intelectuales del régimen soviético, quienes probablemente andaban celosos de que un Ser extraño a la doctrina marxista hiciera sombra a los delirios revolucionarios de control...
ResponderEliminarEnhorabuena por la bitácora, referencia imperdible para quien, con gratitud, saludándote se despide.
gracias por pasarte por aquí y por dedicar unos minutos a escribirme. Un abrazo
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